jueves, 19 de julio de 2007

MAL, PERO YA NOS ACOSTUMBRAREMOS


En realidad al aceitoso hace mucho que no lo veo andar por acá, pero qué va a ser ahora de la vida del gaucho Pereyra y de su pensativa mascota. Ya no más un don Seller noveleando por ahí. Es que se nos fue el negro Fontanarrosa y, por lo menos a mi, me abraza un dolor tremendo. Tuve que subir el volumen de la radio para terminar de creer lo que estaba pasando, tuve que detenerme en mi mismo y en él para bancármela.
No voy a hacer una reseña biográfica de este "canaya", otros lo sabrán hacer mejor que yo, pero me invade una terrible necesidad, debilidad de mi propio ser, de tirar un par de líneas sobre un tipo que supo, como ninguno, meter un cacho de cultura en “off side” para los que nunca pisaron el Colón y no fueron a ninguna exposición de arte visual. Un tipo que se le animó a Saramago o a García Marquz a decirles que es una mentira grande como una casa la existencia de las malas palabras, exigiendo amnistía para ellas.
Un tipo que afirmó no querer llevarse ningún libro a una isla desierta porque se aburriría, que preferiría llevarse un televisor. Uno que, en Cartagena, aseguró, ante personalidades de la cultura mundial, ser admirador y haberse formado con el centro de González y la palomita de Aldo Poy. Uno que renegaba de los libros como en "palabras iniciales". Un negro al que le gustaba, más que algún premio, que uno cualquiera le diga “me cagué de risa con tus cuentos”.
Ahí va, ahí se está yendo. Ese manchón oscuro que se escapa es Fontanarrosa. Y va a contarles a Borges, a Cortázar, a Kafka, todo lo de cultural, estético y elocuente que tiene el transcurso de 90 minutos de la número 5 en movimiento.
Hacía rato que se iba muriendo el Negro, le puso suspenso hasta a su muerte, como en “19 de Diciembre de 1971”. Y ante ella se mostró más vivo que nunca. Se la peleó por todos lados aún sabiendo que no iba a vencer, como ese que discutía sobre si el ocho era o no era Moacyr y no daba el brazo a torcer.
El Negro… el de la palabra ácida, el del análisis audaz, el del humor inteligente, reflexivo. Un Negro Fontanarrosa que capaz no se meta entre los 10 mejores escritores argentinos de la historia, si se llegase a hacer una antología. Pero el único que puede generar, ciertamente, en el que lo leyó una abrumadora cagada de risa.
Roberto Fontanarrosa se murió hoy y nos vamos a acostumbrar, sin dudas, mierntras tanto estaremos mal. Y seguiremos mal, pero acostumbraus. ¡Qué lo parió!

viernes, 13 de julio de 2007

Si acaso Read escribiese mi muerte



Me le acerqué al muchacho de la remera roja. Estaba sentado en la escalera de una institución religiosa, a la entrada de la puerta verde.
El chico tenía unos veinte años, pocos menos que yo. Necesitaba entablar un diálogo con alguien, ese día había sido nefasto en lo que a las conversaciones se refiere.
-¿Qué lees?- le pregunté
-The meaning of art- dijo.
-¡Ah! Herbert Read... – le devolví
Se sorprendió y miró como confundido:
-Sos la primera persona que conozco que conoce a Herbet Read- me dijo.
-Y vos sos el primer tipo que conozco que lee a Herbert Read.
Yo jamás leí nada de Herbert Read. También sé de la existencia de La niña verde de ese autor, pero nada más. Son datos que a uno le quedan en la mente vaya alguien a saber a través de qué mecanismos cognoscitivos. Son datos irrelevantes, esos.
Yo leí a Borges, a Cortázar, a Bradbury, a Quiroga, pero no a Read. Lei a Jiménez, a Hesse, a Kafka, a Mann, pero desconozco toda la obra de Read. Salvo aquellos dos títulos, no sé nada de ese tal Herbert Read.
No me animé a preguntarle de qué se trataba ese libro por una cuestión de respeto. Tampoco me interesaba. El desinterés es lo que había hecho que mis conversaciones de ese día hayan sido nefastas. Quizá Read sea nefasto también, pero esto es una inferencia absurda.
De modo análogo yo, Franco Del Fabbro, soy un tipo absurdo. Este Del Fabbro no suele tener conversaciones amenas. Y no es que haya dos Del Fabbro, como sí hubo dos Broges que se debatían para ver quién era más protagonista, para saber quién realmente escribía. Yo soy uno solo que ni siquiera puede entablar una conversación consigo mismo.
Al muchacho lo abandoné diciéndole que leer a Read era una buena lectura. Una mentira inmensa. No porque no sea bueno leerlo, sino porque no lo conozco. Pero mi conversación con ese muchacho también tenía que ser nefasta, en principio fue efímera. Quizá lo efímero constituye un soporte de lo nefasto. Es que en definitiva no me interesaba ese muchacho, en absoluto me interesaba qué estaba leyendo. A mi solo me interesan los autodefinidos de los diarios.
A mis compañeros de trabajo les robaba el diario y se los devolvía con los autodefinidos resueltos. De ese modo descansaba durante la estúpida jornada laboral. Es que también detestaba ese trabajo. Las oficinas son muy poco propicias para conversar de algo verdaderamente importante.
Ahora no lo detesto tanto, porque ya no lo tengo. No hubiera podido irme de vacaciones si no hubiese trabajado. Tampoco hubiera conocido a esa señorita tan hermosa con quien fingí una conversación amena con el propósito de desnudarla delante de mi.
A ella, y no haré esfuerzos por recordar su nombre, nunca más la volví a ver. No creo ser tan caballero cuando la vea la próxima vez. No creo que sea caballero en todos los aspectos. Tampoco creo que la vuelva a ver.
Ahora me dispongo a hacer algunos relevamientos. Entre mis frazadas he guardado unas fotos viejas que me gusta ver de tanto en tanto, pero son cada vez más esporádicas esas veces. Aseguraría que son fortuitas esas veces por estos días. Es que ya me está costando reconocer a los sujetos que tengo alrededor en esas fotografías. La última vez que las vi tardé mucho tiempo en encontrarme. Es que este Del Fabbro ya no se encuentra a sí mismo.
Estos son algunos secretos que no debería revelar. Podrían sospecharse algunas características de demencia en mi, que fingiendo sanidad convendría ocultar. Pero decido no hacerlo en virtud de un encuentro conmigo mismo: trabajo harto dificultoso si los hay.
Llegará el día, me lo prometo, en que se producirá ese encuentro en el que Franco Del Fabbro halle a Franco Del Fabbro. Quizá llueva ese día. Deseo que ese día sea un día lluvioso.
La tranquilidad que precede a la lluvia tal vez me provoque un regocijo que me haga arrullar en mi. Y al momento del arrullo, descansaré en mi regazo y voy a poder mirarme a los ojos. A los ojos que permanecerán cerrados debido al cansancio que me provocará el camino hacia el encuentro. Y me acariciaré la cabeza de modo tierno mientras la lluvia precipitada, encantada, me rodeará y no me permitirá otra cosa más que estar conmigo.
No creo que sea feliz ese día, tampoco se trata de eso. Sino simplemente me encontraré a un Franco Del Fabbro que no es este. O que si es este pero en modo distinto; más que distinto, propio.
Va de suyo que no recordaré al muchacho de la remera roja. Ni a Read. Tampoco recordaré las nefastas conversaciones, sólo las recordaré conversaciones. Suficiente para un Del Fabbro que ha logrado, en la manutención de diálogos, llegar a confundirse a si mismo con otro. Y el inevitable dialogo con uno mismo, del que nadie se puede liberar, hará que por fin me reconozca.
Y me reconoceré efímero, si, hasta nefasto. Me encontraré eminentemente dialogal, por temor a verme charlatán. Pero por sobre todo, me hallaré Del Fabbro. Estaré mojado, empapado ese día.
Espero que este oscuro. Deseo que sea de noche.