miércoles, 23 de septiembre de 2009

Los pasos

La calle no estaba tan azul. Nada azul. Ni el cielo estaba asfáltico. Las cosas, parece, tienen un modo de ser bastante anormal hoy. Entre la pesadez de mis hombros y la perdición de mis ojos y la sordidez de mis oídos y la idiotez mía de todos los días, me quedo con este último carácter.

Sucedió otra vez lo de todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches: cuando quise abrir la puerta de entrada al edificio donde vivo las llaves no resistieron a la fuerza de gravedad. Nunca lo hacen. Tuve que ir a buscarlas al medio de la vereda, casi. Dejé pasar a dos personas, a una tercera me la choqué, antes de ir por mis llaves. Una muchacha, veinte/veinticinco años no más, me las alcanzó y me idiotizó un poco más. Atónito, confundido por el favor incondicional de una perfecta desconocida preciosa, tomé mis llaves de su mano y ni siquiera pude mirarle los ojos. Tampoco le di las gracias. Atónito, estúpido, me di media vuelta e introduje las llaves en la cerradura. Empujé la puerta y comprendí que debía salir para decirle gracias, y si acaso me respondía “de nada” la invitaría a mi casa. Aunque eso sería ir muy a prisa. Mejor no. Mejor no invitarla. Pero luego sospeché que si yo salía para agradecerle (algo que debí hacer en el acto pero que no hice) ella inmediatamente podría llegar a pensar que mi única intensión era la de invitarla a mi casa, y yo no quería que piense eso en nuestro primer encuentro. Entonces tal vez era mejor no decirle nada.

Al paso siguiente, el primero dentro del edificio, preferí no ser descortés ¡No le había agradecido! Ella se tomó el trabajo de agacharse a recoger mis llaves. Algo que a mi me hubiese llevado dejar pasar dos o tres personas más o un par de choques más, presumo. Ella debe haberse percatado de mi cara de imbécil y de cómo dejaba pasar gente entre mis llaves y yo. Merecía que le de las gracias.

Con el pensamiento de la palabra “merecía” hice el segundo paso hacia adentro. Ahí fue que me dije que de mí nadie puede merecer nada ¿Quién era yo para acometer un acto tan grandísimo de solidaridad como el agradecer? Ella no tenía la culpa de que yo sea un desagradecido ni tampoco merecía que empiece a dejar de serlo con ella. Justo con ella que lo único que hizo por mí fue alcanzarme unos metales fieros, casi de lástima, que se me cayeron al piso. Unos metales sin ningún valor, sospecho, si no el mundo no estaría tan lleno de llaves. Averiguaré de qué metal están hechas estas llaves solo para poder darle más fuerza a este pensamiento.

En el tercer pasó sucedió algo increíble, por incomprensible. Decidí dejar de pensar. Pasar por una persona más o menos normal y salir a la calle a agradecerle a esa muchacha y que piense lo que quiera. Y si piensa que lo único que quiero, agradecimiento mediante, es invitarla a mi casa, que lo piense, se haga cargo y , sin preámbulos ni invitaciones, acepte pasar a mi casa. Por un momento supuse que ella lo propondría y me ahorraría un paso. Esto fue mientras daba el cuarto paso. Y en ese pequeñísimo instante comencé a desandar el camino.

Volví a la puerta, esta vez desde el lado de adentro, y conseguí colocar las llaves en un solo intento. Los dioses están conmigo, pensé. Seguro que esta muchacha quiere pasar a mi casa. De lo contrario las llaves se hubieran caído, como casi siempre. Cuántos beneficios, pero a la vez cuántos problemas ocasiona la fuerza de gravedad. No quise detenerme en ese pensamiento, debía abrir la puerta y salir a agradecerle a la muchacha. Y si ella no proponía pasar a mi casa, se lo propondría yo. Eso era lo más conveniente, aprovechar la situación, el momento. Quizá nunca más vuelva a verla. No podía dejar pasar esta chance. Los dioses, sabido es, estaban conmigo.

No, mejor invitarla al café de la esquina. Probablemente le gusten los alfajores de chocolate. En el café de la esquina de casa venden unos alfajores artesanales de chocolate que son una delicia. No puede ser que no le vayan a gustar. Y si no le gustan hay otras opciones: medialunas de grasa o de manteca, alfajorcitos de maicena, una gran variedad de tortas… y si ella llegase a estar a dieta, cosa que las mujeres suelen hacer aunque estén bien buenas, puede pedirse alguna bebida light con algún alimento bajo en calorías. El café de la esquina de casa es muy completo. Realmente, en ese lugar, se encuentran todas las variedades de cosas que puede haber en un café de una esquina.

Yo, por mi parte, pediré un capuchino sin canela porque siempre tuve la sospecha que eso impresiona a las muchachas. Eso, incluso, podría abrir un diálogo al respecto de por qué sin canela. Inventaré algo sobre eso, algo que demuestre algún compromiso de mi parte del tipo “la canela es cosechada en tal lugar y de tal modo que se contamina el medioambiente” o “porque soy miembro de una agrupación en defensa de Sri Lanka, donde se cultiva la canela y la cosecha desmedida es perjudicial para la población”, no sé. Pero no iba a poder argumentar demasiado. Tampoco es muy recomendable mentir en la primer cita. Ya está, le diré que no me gusta la canela, lo cual tampoco es cierto. Pero no le puedo decir que lo pido sin canela sólo para impresionarla.

¿Y ella? ¿Qué pedirá? Me haré una apuesta. Nunca me pago las apuestas que me gano, es bastante poco arriesgado apostarme a o contra mí mismo. Me la juego por dos posibilidades: a que pide una lágrima o un cortado. Y no sale de ahí. ¡A que sí! Veamos.

Salgo a agradecerle, finalmente. Cruzo la puerta y doy tres o cuatro pasos sin pensar en absolutamente nada. Llego hasta la mitad de la vereda, más o menos donde hace un mínimo instante estaban mis llaves caídas. Pero ella ya no estaba. En ninguna parte estaba. En ninguna.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Ya era la segunda vez que se sentaba en la orilla. Pero no sabía cómo ni por qué.

Esta vez el agua no le llegaba a mojar los pies, se le escapaba. Asomaba tímida y se volvía antes de mojarlo. Se acercaba y se iba. Y se iba cada vez más lejos a medida que el sol aparecía de a poco.

También él se iba cada vez más lejos. Para un niño de ocho años era lejos. O, por lo menos, lo realmente lejos que puede estar un niño de ocho años. Lo realmente solo que puede estar un niño de, apenas, ocho años.

Era hijo de madre soltera, madre que no conoció. Había nacido a los siete meses de ser engendrado, a causa de una enfermedad terminal que acompañaba a su madre desde hacía cinco años. “Hay que sacarlo antes de que la madre finalmente muera”, explicó el doctor de la sala de primeros auxilios de Cholila.

Su abuela intentó criarlo. Y digo intentó porque eso fue: apenas un intento. Más bien habría que afirmar que se crió solo. Un niño de ocho años que va dos o tres veces al día al lago a arrojar piedras, es un niño que se cría solo.

Hablaba como si tuviera muchos años. Normal actitud de los niños que crecen entre adultos. Conocía mejor el lenguaje que cualquier pibe de Cholila entre los 4 y los 14 años. Aunque también hay que decir que no modulaba demasiado bien. Las piedras y el río y el lago y el bosque no suelen ser buenos locutores para aprender a pronunciar de manera correcta las palabras de este mundo.

De cualquier modo se hacía comprender. Si le tocaba ir a comprar medio kilo de pan a la panadería de la vuelta de su casa, como sucedía a diario, volvía a la casa siempre con medio kilo de pan del día.

Escribía poco. Y ese poco era borrado por las crecientes todos los días. Se dedicaba casi con exclusividad a escribir trazos en la orilla, trazos que sólo él conocía y que nadie que no fuera él leía. También esbozaba unos dibujos grandes y bien definidos en esa, siempre la misma, orilla.

Todo eso se cuenta.

Amigos: ninguno. Conocía algunos chicos de su edad pero no compartía nada de su tiempo con ellos. Tiempo que lo destinaba a pelearse con los árboles, a burlarse de los sapos, a arrojarles piedras a las truchas en el preciso instante en que saltan del agua. Ensayaba la paciencia al esperar que salten esos peces. Es más, podía adivinar en qué momento y en qué lugar éstas saltarían.

Sus compañeros de escuela iban a festejar su cumpleaños cada 20 de Noviembre. La abuela preparaba pasta frola y compraba dulces. También exprimía naranjas con sus manos callosas, logrando un jugo verdaderamente delicioso. Pero el chico se iba al río también ese día. Llegaba a la casa de su abuela, y suya, y lo esperaban regalos y gentes desconocidas.

La ropa que recibía en su cumpleaños generalmente era descartada, y con los juguetes se iba al río, algunos eran arrastrados por la corriente hasta vaya alguien saber dónde.

Cierta vez se fue diciéndole a la abuela que no iba a volver porque no tenía ganas. Con esa simpleza y sin mayores excusas se fue. Es que no necesitaba excusas para irse. Le dijo también que tal vez alguna vez pasaría a saludarla. Le aseguró que se tomaría un vaso de jugo ese día.

Y se fue al río, y no volvió, dejando sin efecto aquello de que pasaría de visita.

Los vecinos salieron a buscarlo. Entretanto, su abuela preparaba la pasta frola y el jugo de naranjas exprimido a mano.

Y el agua que se escapaba. Y el sol que aparecía de a poco. Y los árboles. Y los sapos. Y las truchas. Y él.

Pasó el tiempo, largo.

A orillas de un río estaba escrito en el suelo (una rama seca había servido de lápiz):

“El río ruge, moja, habla... no dice nada, habla.

El río ríe, llora, canta... no dice nada, canta.

El río camina, muere, calla... lo dice todo, calla...”

Eso también se cuenta.