miércoles, 25 de noviembre de 2009

YA NO ESTOY MÁS AQUÍ

Me he ido de esta taberna en busca de nuevos aires y de nuevos vinos. Así, callejeando y pateando polvo de ciudades inciertas, he dado con www.albuenvino.wordpress.com. Allí estoy ahora. Quieto, díscolo, confundido, absurdo y fugaz. Allí estoy, malhumorado, persiguiendo los mismos anhelos imposibles de todos mis días. Allí estoy y espero pases a verme de vez en vez.

lunes, 5 de octubre de 2009

Anywhere

(Fotografía de Florencia Rovlich para inconscientenocontenido, 2 de Julio de 2009)


Resistir
hasta descansar.
Caminar, el camino
a ningún lugar.

Y puedo
jugar.
Entre tanto llanto
poder jugar
a reír,
a no estar.
Alcanzar ningún lugar

Resistir
hasta no volver,
hasta no parar,
hasta donde sea.
Hasta el viento.

Puedo
ser agua
y viento
y sed
y sed de ser
y sed de ser sed
sólo por resistir
solo.
Hasta abandonar.

Resistir
hasta el agua,
hasta el cartón.
Resistir
hasta el tiempo,
hasta el barro.
Resistir
hasta descansar
en algún lugar.
En cualquier lugar.



miércoles, 23 de septiembre de 2009

Los pasos

La calle no estaba tan azul. Nada azul. Ni el cielo estaba asfáltico. Las cosas, parece, tienen un modo de ser bastante anormal hoy. Entre la pesadez de mis hombros y la perdición de mis ojos y la sordidez de mis oídos y la idiotez mía de todos los días, me quedo con este último carácter.

Sucedió otra vez lo de todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches: cuando quise abrir la puerta de entrada al edificio donde vivo las llaves no resistieron a la fuerza de gravedad. Nunca lo hacen. Tuve que ir a buscarlas al medio de la vereda, casi. Dejé pasar a dos personas, a una tercera me la choqué, antes de ir por mis llaves. Una muchacha, veinte/veinticinco años no más, me las alcanzó y me idiotizó un poco más. Atónito, confundido por el favor incondicional de una perfecta desconocida preciosa, tomé mis llaves de su mano y ni siquiera pude mirarle los ojos. Tampoco le di las gracias. Atónito, estúpido, me di media vuelta e introduje las llaves en la cerradura. Empujé la puerta y comprendí que debía salir para decirle gracias, y si acaso me respondía “de nada” la invitaría a mi casa. Aunque eso sería ir muy a prisa. Mejor no. Mejor no invitarla. Pero luego sospeché que si yo salía para agradecerle (algo que debí hacer en el acto pero que no hice) ella inmediatamente podría llegar a pensar que mi única intensión era la de invitarla a mi casa, y yo no quería que piense eso en nuestro primer encuentro. Entonces tal vez era mejor no decirle nada.

Al paso siguiente, el primero dentro del edificio, preferí no ser descortés ¡No le había agradecido! Ella se tomó el trabajo de agacharse a recoger mis llaves. Algo que a mi me hubiese llevado dejar pasar dos o tres personas más o un par de choques más, presumo. Ella debe haberse percatado de mi cara de imbécil y de cómo dejaba pasar gente entre mis llaves y yo. Merecía que le de las gracias.

Con el pensamiento de la palabra “merecía” hice el segundo paso hacia adentro. Ahí fue que me dije que de mí nadie puede merecer nada ¿Quién era yo para acometer un acto tan grandísimo de solidaridad como el agradecer? Ella no tenía la culpa de que yo sea un desagradecido ni tampoco merecía que empiece a dejar de serlo con ella. Justo con ella que lo único que hizo por mí fue alcanzarme unos metales fieros, casi de lástima, que se me cayeron al piso. Unos metales sin ningún valor, sospecho, si no el mundo no estaría tan lleno de llaves. Averiguaré de qué metal están hechas estas llaves solo para poder darle más fuerza a este pensamiento.

En el tercer pasó sucedió algo increíble, por incomprensible. Decidí dejar de pensar. Pasar por una persona más o menos normal y salir a la calle a agradecerle a esa muchacha y que piense lo que quiera. Y si piensa que lo único que quiero, agradecimiento mediante, es invitarla a mi casa, que lo piense, se haga cargo y , sin preámbulos ni invitaciones, acepte pasar a mi casa. Por un momento supuse que ella lo propondría y me ahorraría un paso. Esto fue mientras daba el cuarto paso. Y en ese pequeñísimo instante comencé a desandar el camino.

Volví a la puerta, esta vez desde el lado de adentro, y conseguí colocar las llaves en un solo intento. Los dioses están conmigo, pensé. Seguro que esta muchacha quiere pasar a mi casa. De lo contrario las llaves se hubieran caído, como casi siempre. Cuántos beneficios, pero a la vez cuántos problemas ocasiona la fuerza de gravedad. No quise detenerme en ese pensamiento, debía abrir la puerta y salir a agradecerle a la muchacha. Y si ella no proponía pasar a mi casa, se lo propondría yo. Eso era lo más conveniente, aprovechar la situación, el momento. Quizá nunca más vuelva a verla. No podía dejar pasar esta chance. Los dioses, sabido es, estaban conmigo.

No, mejor invitarla al café de la esquina. Probablemente le gusten los alfajores de chocolate. En el café de la esquina de casa venden unos alfajores artesanales de chocolate que son una delicia. No puede ser que no le vayan a gustar. Y si no le gustan hay otras opciones: medialunas de grasa o de manteca, alfajorcitos de maicena, una gran variedad de tortas… y si ella llegase a estar a dieta, cosa que las mujeres suelen hacer aunque estén bien buenas, puede pedirse alguna bebida light con algún alimento bajo en calorías. El café de la esquina de casa es muy completo. Realmente, en ese lugar, se encuentran todas las variedades de cosas que puede haber en un café de una esquina.

Yo, por mi parte, pediré un capuchino sin canela porque siempre tuve la sospecha que eso impresiona a las muchachas. Eso, incluso, podría abrir un diálogo al respecto de por qué sin canela. Inventaré algo sobre eso, algo que demuestre algún compromiso de mi parte del tipo “la canela es cosechada en tal lugar y de tal modo que se contamina el medioambiente” o “porque soy miembro de una agrupación en defensa de Sri Lanka, donde se cultiva la canela y la cosecha desmedida es perjudicial para la población”, no sé. Pero no iba a poder argumentar demasiado. Tampoco es muy recomendable mentir en la primer cita. Ya está, le diré que no me gusta la canela, lo cual tampoco es cierto. Pero no le puedo decir que lo pido sin canela sólo para impresionarla.

¿Y ella? ¿Qué pedirá? Me haré una apuesta. Nunca me pago las apuestas que me gano, es bastante poco arriesgado apostarme a o contra mí mismo. Me la juego por dos posibilidades: a que pide una lágrima o un cortado. Y no sale de ahí. ¡A que sí! Veamos.

Salgo a agradecerle, finalmente. Cruzo la puerta y doy tres o cuatro pasos sin pensar en absolutamente nada. Llego hasta la mitad de la vereda, más o menos donde hace un mínimo instante estaban mis llaves caídas. Pero ella ya no estaba. En ninguna parte estaba. En ninguna.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Ya era la segunda vez que se sentaba en la orilla. Pero no sabía cómo ni por qué.

Esta vez el agua no le llegaba a mojar los pies, se le escapaba. Asomaba tímida y se volvía antes de mojarlo. Se acercaba y se iba. Y se iba cada vez más lejos a medida que el sol aparecía de a poco.

También él se iba cada vez más lejos. Para un niño de ocho años era lejos. O, por lo menos, lo realmente lejos que puede estar un niño de ocho años. Lo realmente solo que puede estar un niño de, apenas, ocho años.

Era hijo de madre soltera, madre que no conoció. Había nacido a los siete meses de ser engendrado, a causa de una enfermedad terminal que acompañaba a su madre desde hacía cinco años. “Hay que sacarlo antes de que la madre finalmente muera”, explicó el doctor de la sala de primeros auxilios de Cholila.

Su abuela intentó criarlo. Y digo intentó porque eso fue: apenas un intento. Más bien habría que afirmar que se crió solo. Un niño de ocho años que va dos o tres veces al día al lago a arrojar piedras, es un niño que se cría solo.

Hablaba como si tuviera muchos años. Normal actitud de los niños que crecen entre adultos. Conocía mejor el lenguaje que cualquier pibe de Cholila entre los 4 y los 14 años. Aunque también hay que decir que no modulaba demasiado bien. Las piedras y el río y el lago y el bosque no suelen ser buenos locutores para aprender a pronunciar de manera correcta las palabras de este mundo.

De cualquier modo se hacía comprender. Si le tocaba ir a comprar medio kilo de pan a la panadería de la vuelta de su casa, como sucedía a diario, volvía a la casa siempre con medio kilo de pan del día.

Escribía poco. Y ese poco era borrado por las crecientes todos los días. Se dedicaba casi con exclusividad a escribir trazos en la orilla, trazos que sólo él conocía y que nadie que no fuera él leía. También esbozaba unos dibujos grandes y bien definidos en esa, siempre la misma, orilla.

Todo eso se cuenta.

Amigos: ninguno. Conocía algunos chicos de su edad pero no compartía nada de su tiempo con ellos. Tiempo que lo destinaba a pelearse con los árboles, a burlarse de los sapos, a arrojarles piedras a las truchas en el preciso instante en que saltan del agua. Ensayaba la paciencia al esperar que salten esos peces. Es más, podía adivinar en qué momento y en qué lugar éstas saltarían.

Sus compañeros de escuela iban a festejar su cumpleaños cada 20 de Noviembre. La abuela preparaba pasta frola y compraba dulces. También exprimía naranjas con sus manos callosas, logrando un jugo verdaderamente delicioso. Pero el chico se iba al río también ese día. Llegaba a la casa de su abuela, y suya, y lo esperaban regalos y gentes desconocidas.

La ropa que recibía en su cumpleaños generalmente era descartada, y con los juguetes se iba al río, algunos eran arrastrados por la corriente hasta vaya alguien saber dónde.

Cierta vez se fue diciéndole a la abuela que no iba a volver porque no tenía ganas. Con esa simpleza y sin mayores excusas se fue. Es que no necesitaba excusas para irse. Le dijo también que tal vez alguna vez pasaría a saludarla. Le aseguró que se tomaría un vaso de jugo ese día.

Y se fue al río, y no volvió, dejando sin efecto aquello de que pasaría de visita.

Los vecinos salieron a buscarlo. Entretanto, su abuela preparaba la pasta frola y el jugo de naranjas exprimido a mano.

Y el agua que se escapaba. Y el sol que aparecía de a poco. Y los árboles. Y los sapos. Y las truchas. Y él.

Pasó el tiempo, largo.

A orillas de un río estaba escrito en el suelo (una rama seca había servido de lápiz):

“El río ruge, moja, habla... no dice nada, habla.

El río ríe, llora, canta... no dice nada, canta.

El río camina, muere, calla... lo dice todo, calla...”

Eso también se cuenta.

lunes, 24 de agosto de 2009

EL BESO


Está dormida.

Parece profunda, austera, como abrazando un zorzal. Como cantando con él. Como volando con él.

¡Qué fácil sería besarla ahora! Pero qué imprudente a su vez. Más aún, qué sencillo sería desnudarla, pero cuán inoportuno a esta hora.

Nada. La calle gris, peor, grisácea. Indefinida. El sol amenazante y desconfiado quiere, pero la ciudad grisácea (según se le antojó hoy) no parece querer permitírselo. El sol insiste. La ciudad también.

Había una plaza en la esquina, yo no sé si seguirá estando. Tampoco puedo precisar en qué esquina. Sí puedo dar algunas descripciones: está dos escalones más arriba que la acera, carece de verde, tiene dos bancos de hormigón, un árbol desabrigado con un zorzal en una de sus ramas y a la vista de todos. No. Decir de todos es una exageración. Yo estoy ahí, sí, y lo veo. No muchos más. Tal vez ella, que está sentada en uno de los bancos de cemento, también lo vea. Pero parece estar dormida. Y si así fuera ¡qué lindo sería besarla!

Me subo el cierre de la campera negra y prendo el botón de la solapa, bajo mi sombrero como hundiendo la cabeza en él pero hacia arriba, pongo las manos en los bolsillos y comienzo a caminar. Camino airoso, recto, constante y pletórico hacia el único de los bancos ocupados. Ella parece despreocupada, no demuestra darle crédito a los infortunios del sol. Mucho menos a la desidia de la ciudad. Me siento a su lado, trato de convencerla en silencio de que mi única intensión es la de sentarme. Pero no hubo caso...

-Una vez nos besamos-me dijo sin mirarme. Yo casi esbozo una sonrisa pero recordé que pretendía esforzarme por convencerla de que, tan sólo, me estaba sentando.

-Creo que fueron varias veces-. No le mostré los dientes. Tampoco yo la mire, aunque mis ojos me lo suplicaron.

-No fueron tantas, no se entusiasme-. Su declaración me indignó suficientemente. Yo recordaba cada segundo de cada uno de sus besos. Sumando esos segundos, arrojaban un tiempo inconmensurable. Yo había podido calcular el porcentaje de humedad acumulado sobre mis labios en cada uno de esos segundos. Y formaba ríos en los que del otro lado había ríos. Pero para ella no fueron tantos

-¿Escuchó el zorzal?-preguntó, creo que con la sólida intensión de cambiar de tema. Yo le dije que por eso estaba sentado donde estaba, pero tampoco con esto hubo caso: -Usted ha venido a besarme- afirma sin observar -y quiere aprovecharse porque estoy dormida.

Se levantó un viento muy intenso, un torbellino. Entremedio hubo un caos indefinible, como un viaje en un tren tremendamente fugaz o una fuga cósmica. La velocidad, en la completud del sustantivo, es de lo único que uno podía hacer referencias.

Al despertarme ella estaba dormida. Y sus labios húmedos.

domingo, 2 de agosto de 2009

La causa de otra disconformidad dada


Quietud;
la playa más solitaria de todas,
la noche más blanca y de luna,
la fuga menos dispersa y torpe.

Espuma;
un beso en el borde del beso,
el grano arrojado a desgano,
la hora que ahora ya es antes.

Eolo;
el dios más perverso de todos,
el más cálido amigo del hombre,
el amante de otras mujeres.

Clepsidra.
Entre un reloj de arena
y este reloj de agua
no sé con cuál quedarme.

lunes, 27 de julio de 2009

EN EL OCASO HUBO TAMBIÉN UN BESO

Yo tengo la dicha de haber leído no tantas historias como las que he oído. En cada lugar siempre habita un narrador, sus moradas pueden ser cualquier cosa: una esquina, un puente, una barcaza, una escalinata, una columna. Cualquier construcción sirve para albergar a un narrador de historias. También un árbol, una orilla, un atardecer o un espejo. Otra dicha tengo yo: suelo recordar casi con suficiencia los relatos de estos narradores. Algunos son dóciles, otros escalofriantes. Los hay demasiados tristes también. Hay narradores que no acaban nunca de alentar al viento, otros hacen humoradas y algunos hasta se fatigan de contar lo que cuentan y sin embargo lo siguen contando.

No todos suelen hacer regalos. A cierto tipo de narradores hay que robarles algo, otros son intocables. Pero de casi todos tengo alguna señal. Uno, su nombre carece de valor, el que mora en el cordón de una vereda angosta (no recuerdo si en la calle Suipacha o Esmeralda), me regaló una máscara. Otro, de aspecto irlandés, me dijo que si quería podía tomar de su galpón una jaula o una daga quebrada. Yo agarré las dos cosas, poniendo la daga dentro de la jaula para que se confunda con un pájaro y me llevé ambos regalos. A una esbelta mujer, de unos 70 años, cuyo pelo era atenazado por una peineta dorada, le robé un espejo, y con él una imagen.

La jaula la dejé en mi habitación, la daga la guardo entre mis pantalones, la máscara la solía usar en épocas del carnaval o en fiestas de disfraces. Y el espejo, el que le robé a la vieja esbelta, me enseñó a narrar mis propios periplos.

A ese espejo, cauto y avaro como pocos elementos en el mundo, lo coloqué sobre una pequeña mesa de maderas torneadas que hay en la sala de mi propia morada. Detrás, en su envéz, le fije una pértiga de un metal liviano (no recuerdo si aluminio o cuál) para que se mantenga erguido. Cuando la luz del sol entra por el ventanal de dos hojas, entre las 12:00 y las 18:30 en verano y entre las 14:00 y las 16:30 en invierno, se vuelve y disipa al llegar al espejo que está parado y solitario en un rincón. El sol, pues, pasa dos veces por mi casa, y eso no sucede en muchos lugares. El espejo, así, cuenta dos veces sus historias para que el sol se las lleve al cosmos.

Esta es mi narración, muy lejos está de ser afable. No poseo la pericia de aquellos grandes narradores a los que he conocido, pero mis deseos también son válidos, al menos esta vez. Este es mi propio viaje, lo que me devolvió el espejo. Nunca pretendí llegar muy lejos, apenas, al menos, estar en movimiento. Lo primero que pude saber es que partí en un barco de papel, en un día nublado. La sensación era en todo el cuerpo. Todo el cuerpo era una sensación. Desde ese barco desvencijado pero inhundible comencé a sentir que el mundo se iba desfigurando, esfumando y, por fin, desapareciendo. El mundo de alrededor del barco dejaba de existir y el agua sobre la que íbamos navegando se evaporaba y ascendía. Sin agua, así y todo, se oía el canto de las sirenas. Alguien o algo me mantenía atado. Eran unas ataduras frágiles, dulces, húmedas y extáticas.

El barco, sobre la nada, seguía adelante, donde había más de esa misma nada. Una refracción del sol sobre el lejano espejo me empezó a servir de guía, y el cosmos estaba a mis pies, a mi alcance, en mis ojos y entre mis dedos. La música, que no venía de ninguna parte, me elevaba. El camino de unas manos era eterno y cálido, fugaz y suave y plural… como las alas de un ángel pretérito.

La caricia de una cabellera negra, azabache, la mirada de unos ojos negros y un sol aparecieron en el horizonte. Entonces entendí que iba viajando hacia el ocaso o hacia el amanecer, no supe bien al principio. Tampoco me esforcé demasiado por saberlo. Más tarde logré comprender algo: fue cuando me di cuenta que en el ocaso están escondidos todos tus besos, al tiempo en que tus besos dejaron de ser tales para conmigo.

viernes, 17 de julio de 2009

Las casas, los cuervos y sus techos

Probablemente una casa en Monserrat tenga la puerta abierta; o directamente no tenga la puerta sino sólo el marco y un vacío, lo que haría harto dificultoso entrar. El problema, que no es tal pero la provocación que quiero inducir me hace usar el término, es que en Monserrat todas las casas son iguales. Me explicaré. Todas las casas son iguales. Una puerta acá, una ventana en este otro lado. Un techo arriba, inalcanzable y hasta más arriba, y un piso en lo más profundo.

Indudablemente los cuervos entran a Buenos Aires por Monserrat. Tal vez por San Cristóbal o por San Telmo. Los ornitólogos acusan que en estas latitudes no hay cuervos, pero quién va a creerles. No importa tanto la geografía cuando a uno el miedo lo deja perplejo o la sorpresa, los instantes antes de la sorpresa, ilusionado. A mí Sebastián Souza, durante lo que duró un vino, me contó con aires de imprudencia que no existe un término en español que ponga de manifiesto más dudas que la palabra indudablemente, y creo que sigue teniendo razón.

Estaba en los techos de las casas de Monserrat, donde siempre se posan los cuervos a vernos. Aquí la palabra siempre no implica ninguna connotación temporal sino absolutamente lo contrario, como siempre. El hecho es que los cuervos nos miran y todo lo demás forma parte de existentes frívolos y poco interesantes que no hacen otra cosa que rellenar espacios vacíos en la historia que, de lo contrario, serían ocupados por futilidades aun más triviales. Y nos miran a la manera de Poe, de la única posible manera que un cuervo, casi con seguridad, puede mirar a una mujer, a un techo, a otro cuervo o a un escritor.

Atravesar una puerta de entrada conduce, inmediatamente después, a dos movimientos oculares. Mirar hacia arriba para ver el techo, y en él los techos; y tumbar hacia abajo para perder la vista en las profundidades de las casas. De modo opuesto, cruzar una puerta de salida compromete a mirar las cornisas adornadas de pérgolas y de cuervos que se confunden con pérgolas que tienen formas de cuervos, aunque nunca nadie puede tener certeza si son las unas o los otros aquello que se ve.

Todas las sospechas, una vez depuestas, conllevan a la tremebunda gravedad del hecho consumado. Llegado este punto ya no se puede hacer más nada. Y es por ello que todas las casas no son otra cosa más que casas con cuervos en sus techos.

domingo, 14 de junio de 2009

NOSTALGIAS

Quiero emborrachar mi corazón
para apagar un loco amor
que más que amor es un sufrir...
Y aquí vengo para eso,
a borrar antiguos besos
en los besos de otras bocas...
Si su amor fue "flor de un día"
¿porqué causa es siempre mía
esa cruel preocupación?
Quiero por los dos mi copa alzar
para olvidar mi obstinación
y más la vuelvo a recordar.

Nostalgias
de escuchar su risa loca
y sentir junto a mi boca
como un fuego su respiración.
Angustia
de sentirme abandonado
y pensar que otro a su lado
pronto... pronto le hablará de amor...
¡Hermano!
Yo no quiero rebajarme,
ni pedirle, ni llorarle,
ni decirle que no puedo más vivir...
Desde mi triste soledad veré caer
las rosas muertas de mi juventud.

Gime, bandoneón, tu tango gris,
quizá a ti te hiera igual
algún amor sentimental...
Llora mi alma de fantoche
sola y triste en esta noche,
noche negra y sin estrellas...
Si las copas traen consuelo
aquí estoy con mi desvelo
para ahogarlos de una vez...
Quiero emborrachar mi corazón
para después poder brindar
"por los fracasos del amor"...

Enrique Cadícamo

lunes, 8 de junio de 2009

HUBO UN ÁRBOL EN EL OTOÑO DE UN LUGAR CUALQUIERA

http://reiem.blogspot.com/2007/07/atardecer-de-otoo.html

La noche de esta noche es la del final de todos los días sucedidos hasta hoy. Y reposa oscura, y mañana se alzará para fugarse, sobre la palidez de tus hojas amarillas, tenues y amarillas, débiles y amarillas, casi desprendidas pero amarillas.

El viento no sopla ni te acaricia. El viento te conmueve y tus brazos lo empujan y lo liberan. (El viento no es viento sin ese árbol). La agitación de todo mortal no es respiro sin la estrecha y rugosa tenacidad erecta de tu tronco tallado y vigente, que observa con ojos perezosos.

El suelo es camino siempre, a no ser que tú te pares sobre él, o sobre él te precipites. No hay certezas al respecto. Nadie que te viera, hoy y así, sabría si empiezas a ser desde arriba hacia abajo o viceversa. Aunque el suelo sea fecundo, también tu cielo se siente fértil y asegura haberte engendrado.

Tu pequeñez forma parte de cierta historia y toda la historia te atraviesa y es narrada por cada una de tus ramas. La semilla que combatió en la estática soledad y derribó las murallas más indecorosas jamás vistas, habla ahora en cada nueva floración. Y su voz se oye en el mar. Y tu canto sube a los cerros. Y otro árbol, de un color cualquiera, escucha tus caricias. Si hasta tú mismo bailas a causa de tu perfume.

Tu perfume es el canto más sabroso que estos oídos míos, que por tu causa aprendieron a oír, han disfrutado alguna vez. Y yo, siguiendo tu danza, también puedo ahora decir que bailo. Pues yo, sabiendo convencido que mis pies están quietos y hasta un poco amarillos, casi desprendidos pero amarillos, siento que se mueven siguiendo el vaivén de tu cáliz desnudo.

miércoles, 3 de junio de 2009

Soprano 4


Media luna sola
paseando
en lo bajo del cielo.

Detrás de mis
talones y
dedos la veo huir.

lunes, 1 de junio de 2009

RONDA DE MATE

-Sí, puede ser. Pero… no sé. A veces es al pedo. A veces te ata demasiado.

-No, sí. Eso ya lo tengo pensado. Pero para estar tranquilo al menos en un aspecto.

Y  ahí le aviso que se va a hervir el agua. Entonces el Monito agarra y le pega una pitada más al pucho, la última. Lo apaga o, mejor dicho, lo revienta contra el cenicero, se para y arranca para la cocina. Yo me pongo a preparar el mate: le saco la yerba vieja haciendo palanca con la bombilla, no toda la yerba porque estamos en época de malaria y hay que ahorrar; la idea es dejarle un poquito apenas, que ni se note, de la anterior y así usar menos yerba nueva. En la raíz de un paraíso frondoso tiro la yerba vieja.

- ¡Che, Monito! –le pego el grito desde el patio.

-No grités, no grités que no vendés nada. Estoy acá atrás tuyo- dice-. Y efectivamente, cuando me doy vuelta, lo veo que pasa por detrás de mí con la pava en la mano.

- ¿Qué?- me pregunta mientras acomoda la silla de plástico en la que se va a sentar y deja la pava sobre la tabla de madera toda tajeada, dando muestras de haber sido utilizada en numerosos asados entre amigos, que está ahí en la mesa.

-Amargo totalmente ¿no? Ni azúcar en la base del mate ¿no?- Porque hay gente que se jacta de tomar mate amargo y resulta que en la base del mate le ponen 5 cucharadas de azúcar para que tire dulzor durante varias rondas.

-Nada, papá. Si fueses mina te diría que para dulce estoy yo-  me dice mientras estira el brazo derecho hacia mí para que le de el mate que ya estaba listo para seguir dando vueltas.

El Monito es un cebador con un tiempo bárbaro. Es un Verón cebando mates, diría yo. El tipo te da el mate en el momento justo en que el cuerpo de uno empieza a exigir esa necesaria dosis de yerba mate. Ahora, eso sí, para lograr ese taiming el tipo se toma dos o tres al hilo. Pero que te da el mate cuando uno lo necesita es muy real. Y no le erra nunca.

- En serio, Pedro. Yo no sé si te tenés que obsesionar con esas cosas. ¿Vos qué edad tenés?- me pregunta mientras en forma circular va cargándole agua al mate tratando de no mojar toda la yerba. Me alcanza el mate espumoso casi como una autorización a responder…

- Y, Mono, son 34 pirulos ya. Algo tengo que hacer – Lo más llamativo de su forma de cebar es cuando ceba en una ronda de varios. El Pelado Farías dice que hace como una rueda de bicicleta. O sea: ceba uno, se ceba uno a sí mismo; ceba otro, se ceba uno a sí mismo; otro y otro para él, y así.  Termina la ronda y el tipo tomó la misma cantidad que todo el resto de los tomantes juntos. Antes de que haga mucho ruido a vacío, le devuelvo el mate.

-Yo ya te lo dije una vez, Pedro ¿te acordás?- me dice mientras vuelca agua en forma circular dentro del mate. - Vos sos muy idealista, hermano. Tenés que pensar menos- me mira, levanta la pava, la apoya en la tabla llena de tajos y empieza a chupar de la bombilla.

-No puedo Monito, no puedo. Es como pedirte a vos que cebes mates de modo coherente –le digo en chiste.

-¿Y qué tiene de incoherente mi forma de cebar mate?- me dice haciéndose el enojado, y como si adivinara lo que estoy pensando, me aclara: –¡Y te lo digo en serio, no me estoy haciendo el enojado!

-Bueh, pará, pará que era un chiste, che. Lo mismo puedo preguntar yo ¿por qué tengo que pensar menos?

-Porque si, Pedro. Porque si – mientras se va tomando otro y a mi no me volvió a dar. –Para estar más tranquilo. Vos te enroscás demasiado.

-Si  puede ser.

-Puede ser, no. Es. ¿Te acordás lo que te dijo la última?

-¿Fernanda?

-Si, Fernanda, la morochita. La flaquita esa con la que anduviste como 9 meses-. El Monito se ceba otro mate para sí

- ¿Qué me dijo? -Le digo como asustado, o como sorprendido.

-Eso que me contaste cuando me traías a casa la noche del asado en lo del Pacha Pachala- dice y le da la última chupada provocando el característico ruido que, al que está esperando, le hace despertar esa urgencia fisiológica y adictiva de recibir la necesario dosis de mate.

- Me acuerdo que te tuve que traer del pedo que tenías, pero ¿qué? ¿qué te dije? ¿qué te dije que me dijo?

- Lo del corazón, Pedro. Lo del corazón y la cabeza. Yo no me acuerdo bien cómo era. Pero me acuerdo que la mina, en esa, tenía razón- y así, dándole la razón a aquella ya ni extrañable Fernanda, me alcanza un mate para que, por fin, tome yo.

- ¿Del corazón mío? – le digo haciéndome el dolobu.  Y, de paso, me apuro a darle sucesivas chupadas al mate para tener la boca ocupada y que se de cuenta que no puedo hablar.

-Dale, no te hagas el pelotudo que te conozco bien. Son más de 25 años de amistad.

Y tiene razón. Bien sabía yo a qué se refería.

-Si, ya sé.- le digo.- pasa que también sé que la mina tiene razón-. Y le doy el mate, que a esta altura empezaba a cumplir la función de “cambio y fuera”, parecía ser el que autorizaba  a hablar al otro.

-Pero cómo era, cómo era, porque la mina te definió bárbaro…

-No me acuerdo bien...- me excuso mientras el Monito empieza a tomar el primero de una segunda sucesión de mates para sí mismo..

-Fa, ¡no ves! Te estás haciendo el pelotudo otra vez.

-¡Jajaja! No, en serio. No me acuerdo bien.- era verdad, no me acordaba bien, pero pienso un rato y más o menos me acuerdo. – Era algo así como que tengo un corazón guarro y una cabeza que frena todo accionar, o algo así.

- ¡Eso! ¡Eso era! Y tiene razón -. Al Monito solo le faltó decir Eureka. –Vos  tenés que hacer lo que se te antoje. Tenés que pensarla menos, Pedrito, y aventurarte a más. ¿Vos creés en la felicidad?- y esa pregunta de respuesta complicada le sirve de pretexto para empezar a cebarse otro mate.

- Si, obvio. Y espero poder ser un poco más feliz que ahora.

- ¡Pero…! la felicidad es un instante, son como muchos instantes en los que uno puede ser feliz. Después nada, rutina, cuentas a pagar, olor a cocina, sabanas sucias…

- Sabés qué pasa Mono, acostarme con una mina sólo por acostarme me deja una sensación de vacío que no puedo tolerar. La paso bien ese rato, lo que dure, pero después viene el saludo de despedida y el vacío que me alberga es insoportable.

- Dejate de joder con esas cosas. Tenés que vivire más, Pedro. Las minas quieren un tipo que viva la vida, no un tipo que piense cómo vivir la vida.

El Monito tiene esas cosas. Es un tipo bárbaro. No te podés enojar ni a palos con él. Pero a veces te dice cada cosa… Yo ando desesperado buscando un amigo que me entienda porque hace como dos años que estoy solo y éste agarra y me dice que es al pedo, que es atarse, que la felicidad es un instante…

-Vos me decís así porque estás diez puntos. Porque estás con la mina que querés, porque vas a ser papá en unos meses…

- Y por eso te lo digo, Pedro- me avisa mientras el muy turro se ceba otro mate para él.

- Fijate cada cuánto puedo ir a comer un asado con ustedes yo. Vos no sabés la cagada a pedos que me pegó aquella vez que me trajiste borracho de lo del Pacha.

El Monito se para a abrirle la puerta al Remo que estaba adentro de la casa, y por los golpes que le daba, en cualquier momento la tiraba abajo. –Y a jugar al fútbol –me cita ejemplos mientras camina hacia la puerta de la cocina que da al patio. -¿cada cuánto puedo ir a jugar un picado con ustedes?

El Remo se le tira encima y casi lo tumba ni bien le abre. El Monito lo agarra de la cabeza y se la mueve para todos lados, le da unas palmadas fuertes en el lomo como para que salga a jugar…

- Hay que hacer como éste- dice mirando al perro. –Éste sí que no tiene drama, éste sí que tiene la vida resuelta.

-Si, pero es una vida de perros- digo intentando hacer un chiste.

Vuelve a sentarse y a cebarme otro mate. Me mira un rato como con ganas de reflexionar algo, y sin anestesia me hace la pregunta que me quiso hacer toda la tarde.

-Yo no te entiendo, Pedro. Estás sólo, nadie te rompe las bolas, tenés un buen laburo, tenés tu casa, tu auto, tenés facha, podés estar con la mina que quieras. ¿Me querés decir para qué mierda querés una novia?

-Para tener alguien que piense en mí –le digo, pero con la absoluta convicción de querer confundirlo.

-¿Y para qué querés alguien que piense en vos?- me retruca sin acusar recibo de mi intento de confundirlo.

Lo miro, pienso (como siempre). Me tomo mi tiempo porque esa sí que no me la esperaba. Aprovecho para darle las succionadas necesarias al mate como para terminarlo…

-Monito –le digo –necesito alguien que piense en mí para no pensar yo en todas ¿me entendés?-.  Y le devuelvo el mate totalmente lavado.

 

jueves, 28 de mayo de 2009

PUERTO DE PAPEL


Y en el acervo de los túneles perdidos
pende de un llanto un niño olvidado.
Hace el olvido su más franca agonía:
último respiro,
le regala un barco.

Yo tuve por llanto sereno dos luces
que se fueron apagando, que poco ardieron.
No recuerdo recuerdos, yo extraño.
Tengo pesares
y también un barco

El bosque que rodea al árbol enfermo
conoce otros acervos y crea un túnel.
No engaña cuando juega con las aguas
que llevan al niño
que tripula un barco.

lunes, 18 de mayo de 2009

VICEVERSA

Tengo miedo de verte 
necesidad de verte 
esperanza de verte 
desazones de verte. 
Tengo ganas de hallarte 
preocupación de hallarte 
certidumbre de hallarte 
pobres dudas de hallarte. 
Tengo urgencia de oírte 
alegría de oírte 
buena suerte de oírte 
y temores de oírte. 
O sea, resumiendo 
estoy jodido y radiante 
quizá más lo primero que lo segundo 
y también viceversa.

Mario Benedetti (14/09/1920 - 17/05/2009

jueves, 14 de mayo de 2009

A ESTA PIEDRA

Tácita. Algo insolente, dura y lastimosa. Haciendo de la permanencia un estado y de la perdurabilidad una costumbre. Redondeada en todos tus ángulos, las aguas parcas de tiempos indecisos abrazaron tu frialdad, y te abrazan hoy.

Tus precisas partes son más que el todo que las integra. Desde el África oscura y abandonada hasta una América descreída; no puedo yo narrar tus periplos, aun infiriendo tu estadía en India o Tuvalu. Proferir conjeturas absurdas sobre ti es abandonarse a las terribles pesadillas que puedes liberar si te encolerizas, y no quiero atravesar por tremenda fatalidad

El tiempo te distingue y te ha dado el lugar privilegiado de la vejez perpetua y de la perpetuidad vieja, añeja, sabrosa y tenue. Del tiempo sólo tú puedes decir cosa alguna. Lo que escondes y lo que no conversan en tus fronteras internas, fronteras que serán nucleares cuando algún otro hable de ti. Cuando algún otro cargue su pesadez sobre ti. O, simplemente, cuando otro que no sea yo te arroje al infinito.

Lugar del que eres parte son todos, y los tiempos también. Y las brisas de todos los siglos opinan de ti algo. Pero tus secretos son profundos y entreverados. El sol conoce de ti, pero sólo de tu mutante superficie y no de tus recovecos (donde guardas millares de confidencias). La confianza de la humanidad es parte de tu esencia.

Cuando otro arroje esta piedra que yo ahora estoy arrojando al fondo del río, mis secretos tampoco serán revelados.

...

¡Glup!

lunes, 27 de abril de 2009

LUJURIA

Una noche más,

sólo una noche más;

un instante de tu fulgor...

Sólo una noche más,

una preciosa sensación de tu vientre.

Un encuentro de tus pies descalzos,

lo que dura un sueño,

lo que esconden tus hombros.

¡Un fuego provoca mi cintura,

el carbón se consume!

Una noche más,

alimentarme de tus senos,

consumir tu aliento,

embriagarme con tu transpiración.

Sólo una noche,

disfrutar de la melodía de tus gemidos,

el choque de nuestros cuerpos,

el roce de tu pelvis.

Sólo una noche más,

no tengo otro deseo.

O tal vez sí,

si es posible

que esa noche

sea eterna.






lunes, 20 de abril de 2009

SEPAN DISCULPAR


Disculpen los poquísimos lectores de este blog: el escrito que tengo para subir hoy es demasiado triste. Por sobre todas las cosas me provoca un miedo atroz, al punto de ni siquiera animarme a escribirlo. Todas las metáforas resultaron vacías: no sirvió la lluvia, el silencio también se precipitó inútil. Tengo todos los huesos quebrados.

Disculpen la escasa hidalguía: quisiera estar lejos del todo, en el espacio y en el tiempo. Distante pero inalcanzable. Invisible por no creerme inexistente, pero prefiriéndolo. Esos oscuros lugares, esas tremendas horas que no sé dónde están también me provocan un miedo atroz. Y llorar se puede llorar en cualquier parte.

Disculpen la falta de hombría: nunca me creí un caballero y mucho menos ahora. Para mí que ella es totalmente inconsciente: no tiene ni la más remota idea de la belleza que posee. Y viéndome al espejo me doy por enterado: mis granos, mi barba desprolija, mis ojos estrábicos, mi pera puntiaguda, mi nariz torcida no la van a convencer de nada.

Disculpen la falta de sinceridad: ¿Quién pudiera ser sincero? Es que me avergüenzo. Entonces escojo la liviandad sólo para no mostrarme desencajado de mí; pensando tácitamente que oculto, tal vez, escape de algo y de alguien. Elegiría la ambigüedad, pero me abraza la ambivalencia y me pasan todas las tristezas en concreto.

Disculpen la sensación de rechazo: no sé, en verdad, si es tal. Juega conmigo, un poco, el desprecio. Un dolor inmenso me toca el hombro para que voltee y lo mire a los ojos. Yo le huelo el perfume y no lo miro porque me resulta aterrador. Pero insiste con ir a dar un paseo de lo más otoñal que alguien pueda imaginar.

Disculpen la soledad: sólo por estar solo.

Disculpen la ausencia: sólo por estar ausente.

Disculpen la quietud: es culpa del pánico.

Disculpen el temblor de mi voz: es el ahogo.

Disculpen el llanto: es llanto. Y es lo único que tengo de sincero. (Pero además necesito ir a lavarme las manos, en un desesperado intento por olvidar algo).

Sepan disculpar si dejo vació este espacio: el vacío es mío. Tan mío como el temor que me acompaña, como la tristeza que me habita, como la soledad que me abraza, como la ausencia en la que estoy permaneciendo o el dolor que me sigue invitando. Tan mío como mías son estas lágrimas que se me escurren de todas las partes del cuerpo.

miércoles, 8 de abril de 2009

ANATÓMICA MENTE

Recuerdo precisamente lo mínimo que eran sus pies. Los dos juntos eran pequeñísimos. Precisos. Preciosos. Tal cuales.

(No es buen momento para andar recordando, dice Funes).

La columna era plena y recta. Cada una de sus vértebras estaba perfectamente colocada. Yo les pasaba la yema de mis dedos índice y mayor, personificaba un caminante con ellos para recorrer y aprender lo bien plantadas que estaban esas vértebras una sobre otra a lo largo de toda la espina.

(A mi también me duele una mujer en todas partes, señor Borges).

Las partes ágiles, sus extremidades, llegaban a donde querían. Eran caminos salvajes. Salvadores. Abrazadores. Aterradores y furiosamente instigadores del placer. Recuerdo que hacían cuanto querían. Cuando querían hacían. Y cualquiera, yo u otro, se volvía impaciente. Y paciente. Duraban tanto… nunca supe hasta donde.

(Una vez conocí a alguien que quise conocer pero me equivoqué, me confesó Palahniuk).

Pensaría en su boca y en sus ojos y se los pasaría a contar. Pero es imposible decir algo. Pensarlos es imposible. Incapaz de ser pensado. El pensamiento es apenas un fanerón, y también sus ojos y esa boca que es. Esos ojos que son tales. Y esa boca que debía permitirlo todo. O no. No

(Nada de extraño tiene la luz del sol, acusó una tal Ocampo)

El abdomen era un secreto. Un secreto y un ombligo que escondía aun más secretos. Intentar escucharlos fue siempre en vano. Intentarlo, apenas, fue siempre distante. Intentarlo, al menos, era alcanzar a lo hermoso en su hermosura misma.

(No puede ser que Hernández tenga razón tantas veces seguidas)

No quiero acordarme de la poesía (Lujuria, 2003) que me cuentan sus pechos y su cintura: ¡Pero si todavía la escucho!

(Su voz era de escarlata, pienso yo).

jueves, 12 de marzo de 2009

LA MUSA OBEDIENTE

Otra vez. Esta semana lleva acumuladas cuatro noches y es la tercera vez que no la dejo entrar. O sea, de cuatro noches, en tres no le permití entrar. La noche restante ni siquiera se acercó. Algo siempre me sirve de excusa para no abrirle: desde el enchapado de un reloj que gira en torno a mi muñeca y todo lo que ello acarrea, hasta la resistencia de las mujeres senegalesas ante las vejaciones que las purificadoras pretenden propiciarle a sus niñas. Como dije: son excusas para no dejarla entrar. Y no espera, no. No se queda en la puerta. Ante mi rotunda negativa, ante un desguase de mi mismo que la deja sin opción, se marcha. Vuelve a golpear antes de terminar de irse y, ya sí, sin respuestas desde este lado, se marcha.

Apenas me deja tres o cuatro palabras que nunca puedo recordar. Palabras que no quiero acordarme porque mis ojos pretenden ir hasta el fondo de otro lugar. Y mi cuarto tiene paredes demasiado próximas. Y mis ojos ven apenas cuatro o cinco centímetros más allá de mi nariz. Y la oscuridad es el único abrazo. Y el silencio, convertido en actor de reparto, no me deja escuchar nada. Mis testigos, por suerte, siempre estaban de mi lado.

Esta noche fue distinta. Cada noche lo es. Particularmente ésta ha tenido la suavidad de anotar unas tres o cuatro palabras en mi sien. Irresolutamente, sin ataduras ni relaciones, dodecasilábicamente me fue inscripto: llevo conmigo y atado tu nombre. Y aparecieron por sobre mi frente, dándome las espaldas, otras palabras mucho más desordenadas, mucho menos enredadas tales como cadenas arrastradas o arrastrando cadenas (no recuerdo bien) y caminando la tierra o bajando la sierra (tampoco estas quiero recordar).

Más, a fin de cuentas sabré que esta vez mis testigos se me opusieron. Y ya no se me es permitido arrancar las hojas de las paredes inhabitables para poder ver el camino de salida. Debe ser por la edad. Debe ser a causa de mi pesadez. Debe ser porque, como Adán alguna vez, al fin y al cabo me doy cuenta que estoy desnudo. O debe ser por los relojes, no por este que gira en torno a mi muñeca sino por todos. Por los que se ciñen al meridiano del huso, aquí y en cualquier punto del planeta; por los que se precipitan más allá y están en un después insensato, o incluso los que se ponen en un antes añorante que detiene hasta las ilusiones, que aquieta. Pero en esta noche, compleja noche que viaja desde el verano al otoño, sentí que la eternidad me tomaba las manos, que estaba en todos lados, en cada rincón de mi cuarto, tan pequeño que podía alcanzarla cuando se me antoje. Pero era eterna, y no estaba en ningún lado. No hay en mi cuarto ni en mis enredaderas inhabitadas tiempo alguno que sea algo así como lo eterno.

Detesto cuando me enfrentan con discursos y argumentos insostenibles. Eso suelen hacer mis testigos. Detesto enfrentarme con esos sujetos que invento y a los que les doy la vida eterna, que la pierden al instante, y me confunden. Detesto terminar dándoles la razón a unos seres animados en inmensas catedrales de pensamientos que perecen ante el menor infortunio, pero que logran hacer prevalecer sus desvaríos, y entre carcajadas esfumarse para siempre y para nunca, y tener que vérmelas con los que les siguen. Y a los que siguen también los detesto, pues eran mis testigos y ahora ya no están de mi lado. A decir verdad, siempre desconfié de todos ellos, pero hasta esta noche nunca me habían fallado. Yo no sé si lo tenían planificado por haberse dado cuenta de mi desconfianza, o si por mi desconfianza la oposición se generalizó. O si, en realidad, me estoy enfrentando a mi desconfianza. O tal vez la desconfianza sea mi único testigo.

En algún momento, en algún lugar, alguna especie de juez, de sabio, de maestro, de brahmán, chamán o de tótem imbécil e inerte debería salvarme. O terminar de condenarme. Pero antes que eso suceda, si acaso sucediere, entró tremendo por la ventana el aguacero. Por si a mis miedos les faltaba algo en la mesa de sus manjares, llegó la lluvia que había estado dando vueltas todo el día entre las nubes. Y me encanta. Y espero sea quien me juzgue.

Con unos fantasmas groseros, irrespetuosos y desfilando a carcajadas por extensas pasarelas de polvo, uno tras otro; con las hojas inmóviles de unas madreselvas descoloridas y sin flores, pero con avispas que liban neciamente a esas flores y a mi en un ejercicio de rebote pendular; con cada rincón de mi pequeño cuarto alejado eternamente de mis dedos; con aquellas únicas palabras que puedo recordar; y unos lobos hambrientos aullando y lamiendo mis desperdicios; y la lluvia sentada en el mayor de los estrados, un libro de cuentos anónimos, se inicia el juicio.

El silencio abre la puerta. Yo soy sentado en un banquillo, hecho de viejos papeles amarrados entre sí, a los empujones por unas horrendas cartas de amor que nunca envié a nadie porque nunca supe bien a quién. Cuando miro hacia la puerta la veo entrar y avanzar entre miles de palabras, millones de palabras. Yo no poseo tal cantidad. No creo que haya hombre en el mundo que las posea. Son incontables las palabras que trae, las tiene alrededor dándole vueltas, la sostienen desde abajo y desde arriba la protegen. Pasan y pasan y nunca se repiten. Algunas las reconozco, otras usan unas letras y unas grafías que jamás he visto. Reconozco también unas en inglés, en portugués, en italiano porque son idiomas que alguna vez practiqué. Ella recorre el pasillo desde la inmensa puerta de paja hasta un escritorio que está frente a mí. En su recorrido todo se apaciguó, todos se detuvieron para verla pasar. Mis falsos testigos dejaron de desfilar por un instante. Los lobos se asustaron y las avispas se dejaron vencer por unas minúsculas arañas, que también quedaron atónitas. Mi reloj no sólo se atrasó sino que dejó de girar en torno a mi enflaquecida muñeca huesuda. Al terminar de recorrer el pasillo, se sentó dándome la espalda y el silencio rompió el silencio.

Una mujer hermosa, completamente desnuda, se me acerca y me pregunta cuáles fueron las palabras de esta noche. Alguien tose y es expulsado del recinto, pero no logran echarlo completamente. La mujer más bella del mundo vuelve a preguntarme qué palabras puedo recordar. Y yo me puse a llorar y, sollozando, dije mirándole las piernas: ni siquiera tu nombre llevo conmigo. La lluvia aplaudió vigorosamente. La que me daba la espalda se retiró sonriente y envuelta en frases, algunas desdichadas y otras un poco más amenas. La hermosa mujer hizo el amor conmigo. Una música sublime, preciosa, se hizo oír desde todos lados y al mismo tiempo. En cada rincón hubo una fiesta. Las fiestas, todas, fueron una sola fiesta.

lunes, 16 de febrero de 2009

El Río

El río ruge, moja, habla... no dice nada, habla.

El río ríe, llora, canta... no dice nada, canta.

El río camina, muere, calla... lo dice todo. Calla...