jueves, 12 de marzo de 2009

LA MUSA OBEDIENTE

Otra vez. Esta semana lleva acumuladas cuatro noches y es la tercera vez que no la dejo entrar. O sea, de cuatro noches, en tres no le permití entrar. La noche restante ni siquiera se acercó. Algo siempre me sirve de excusa para no abrirle: desde el enchapado de un reloj que gira en torno a mi muñeca y todo lo que ello acarrea, hasta la resistencia de las mujeres senegalesas ante las vejaciones que las purificadoras pretenden propiciarle a sus niñas. Como dije: son excusas para no dejarla entrar. Y no espera, no. No se queda en la puerta. Ante mi rotunda negativa, ante un desguase de mi mismo que la deja sin opción, se marcha. Vuelve a golpear antes de terminar de irse y, ya sí, sin respuestas desde este lado, se marcha.

Apenas me deja tres o cuatro palabras que nunca puedo recordar. Palabras que no quiero acordarme porque mis ojos pretenden ir hasta el fondo de otro lugar. Y mi cuarto tiene paredes demasiado próximas. Y mis ojos ven apenas cuatro o cinco centímetros más allá de mi nariz. Y la oscuridad es el único abrazo. Y el silencio, convertido en actor de reparto, no me deja escuchar nada. Mis testigos, por suerte, siempre estaban de mi lado.

Esta noche fue distinta. Cada noche lo es. Particularmente ésta ha tenido la suavidad de anotar unas tres o cuatro palabras en mi sien. Irresolutamente, sin ataduras ni relaciones, dodecasilábicamente me fue inscripto: llevo conmigo y atado tu nombre. Y aparecieron por sobre mi frente, dándome las espaldas, otras palabras mucho más desordenadas, mucho menos enredadas tales como cadenas arrastradas o arrastrando cadenas (no recuerdo bien) y caminando la tierra o bajando la sierra (tampoco estas quiero recordar).

Más, a fin de cuentas sabré que esta vez mis testigos se me opusieron. Y ya no se me es permitido arrancar las hojas de las paredes inhabitables para poder ver el camino de salida. Debe ser por la edad. Debe ser a causa de mi pesadez. Debe ser porque, como Adán alguna vez, al fin y al cabo me doy cuenta que estoy desnudo. O debe ser por los relojes, no por este que gira en torno a mi muñeca sino por todos. Por los que se ciñen al meridiano del huso, aquí y en cualquier punto del planeta; por los que se precipitan más allá y están en un después insensato, o incluso los que se ponen en un antes añorante que detiene hasta las ilusiones, que aquieta. Pero en esta noche, compleja noche que viaja desde el verano al otoño, sentí que la eternidad me tomaba las manos, que estaba en todos lados, en cada rincón de mi cuarto, tan pequeño que podía alcanzarla cuando se me antoje. Pero era eterna, y no estaba en ningún lado. No hay en mi cuarto ni en mis enredaderas inhabitadas tiempo alguno que sea algo así como lo eterno.

Detesto cuando me enfrentan con discursos y argumentos insostenibles. Eso suelen hacer mis testigos. Detesto enfrentarme con esos sujetos que invento y a los que les doy la vida eterna, que la pierden al instante, y me confunden. Detesto terminar dándoles la razón a unos seres animados en inmensas catedrales de pensamientos que perecen ante el menor infortunio, pero que logran hacer prevalecer sus desvaríos, y entre carcajadas esfumarse para siempre y para nunca, y tener que vérmelas con los que les siguen. Y a los que siguen también los detesto, pues eran mis testigos y ahora ya no están de mi lado. A decir verdad, siempre desconfié de todos ellos, pero hasta esta noche nunca me habían fallado. Yo no sé si lo tenían planificado por haberse dado cuenta de mi desconfianza, o si por mi desconfianza la oposición se generalizó. O si, en realidad, me estoy enfrentando a mi desconfianza. O tal vez la desconfianza sea mi único testigo.

En algún momento, en algún lugar, alguna especie de juez, de sabio, de maestro, de brahmán, chamán o de tótem imbécil e inerte debería salvarme. O terminar de condenarme. Pero antes que eso suceda, si acaso sucediere, entró tremendo por la ventana el aguacero. Por si a mis miedos les faltaba algo en la mesa de sus manjares, llegó la lluvia que había estado dando vueltas todo el día entre las nubes. Y me encanta. Y espero sea quien me juzgue.

Con unos fantasmas groseros, irrespetuosos y desfilando a carcajadas por extensas pasarelas de polvo, uno tras otro; con las hojas inmóviles de unas madreselvas descoloridas y sin flores, pero con avispas que liban neciamente a esas flores y a mi en un ejercicio de rebote pendular; con cada rincón de mi pequeño cuarto alejado eternamente de mis dedos; con aquellas únicas palabras que puedo recordar; y unos lobos hambrientos aullando y lamiendo mis desperdicios; y la lluvia sentada en el mayor de los estrados, un libro de cuentos anónimos, se inicia el juicio.

El silencio abre la puerta. Yo soy sentado en un banquillo, hecho de viejos papeles amarrados entre sí, a los empujones por unas horrendas cartas de amor que nunca envié a nadie porque nunca supe bien a quién. Cuando miro hacia la puerta la veo entrar y avanzar entre miles de palabras, millones de palabras. Yo no poseo tal cantidad. No creo que haya hombre en el mundo que las posea. Son incontables las palabras que trae, las tiene alrededor dándole vueltas, la sostienen desde abajo y desde arriba la protegen. Pasan y pasan y nunca se repiten. Algunas las reconozco, otras usan unas letras y unas grafías que jamás he visto. Reconozco también unas en inglés, en portugués, en italiano porque son idiomas que alguna vez practiqué. Ella recorre el pasillo desde la inmensa puerta de paja hasta un escritorio que está frente a mí. En su recorrido todo se apaciguó, todos se detuvieron para verla pasar. Mis falsos testigos dejaron de desfilar por un instante. Los lobos se asustaron y las avispas se dejaron vencer por unas minúsculas arañas, que también quedaron atónitas. Mi reloj no sólo se atrasó sino que dejó de girar en torno a mi enflaquecida muñeca huesuda. Al terminar de recorrer el pasillo, se sentó dándome la espalda y el silencio rompió el silencio.

Una mujer hermosa, completamente desnuda, se me acerca y me pregunta cuáles fueron las palabras de esta noche. Alguien tose y es expulsado del recinto, pero no logran echarlo completamente. La mujer más bella del mundo vuelve a preguntarme qué palabras puedo recordar. Y yo me puse a llorar y, sollozando, dije mirándole las piernas: ni siquiera tu nombre llevo conmigo. La lluvia aplaudió vigorosamente. La que me daba la espalda se retiró sonriente y envuelta en frases, algunas desdichadas y otras un poco más amenas. La hermosa mujer hizo el amor conmigo. Una música sublime, preciosa, se hizo oír desde todos lados y al mismo tiempo. En cada rincón hubo una fiesta. Las fiestas, todas, fueron una sola fiesta.