lunes, 27 de julio de 2009

EN EL OCASO HUBO TAMBIÉN UN BESO

Yo tengo la dicha de haber leído no tantas historias como las que he oído. En cada lugar siempre habita un narrador, sus moradas pueden ser cualquier cosa: una esquina, un puente, una barcaza, una escalinata, una columna. Cualquier construcción sirve para albergar a un narrador de historias. También un árbol, una orilla, un atardecer o un espejo. Otra dicha tengo yo: suelo recordar casi con suficiencia los relatos de estos narradores. Algunos son dóciles, otros escalofriantes. Los hay demasiados tristes también. Hay narradores que no acaban nunca de alentar al viento, otros hacen humoradas y algunos hasta se fatigan de contar lo que cuentan y sin embargo lo siguen contando.

No todos suelen hacer regalos. A cierto tipo de narradores hay que robarles algo, otros son intocables. Pero de casi todos tengo alguna señal. Uno, su nombre carece de valor, el que mora en el cordón de una vereda angosta (no recuerdo si en la calle Suipacha o Esmeralda), me regaló una máscara. Otro, de aspecto irlandés, me dijo que si quería podía tomar de su galpón una jaula o una daga quebrada. Yo agarré las dos cosas, poniendo la daga dentro de la jaula para que se confunda con un pájaro y me llevé ambos regalos. A una esbelta mujer, de unos 70 años, cuyo pelo era atenazado por una peineta dorada, le robé un espejo, y con él una imagen.

La jaula la dejé en mi habitación, la daga la guardo entre mis pantalones, la máscara la solía usar en épocas del carnaval o en fiestas de disfraces. Y el espejo, el que le robé a la vieja esbelta, me enseñó a narrar mis propios periplos.

A ese espejo, cauto y avaro como pocos elementos en el mundo, lo coloqué sobre una pequeña mesa de maderas torneadas que hay en la sala de mi propia morada. Detrás, en su envéz, le fije una pértiga de un metal liviano (no recuerdo si aluminio o cuál) para que se mantenga erguido. Cuando la luz del sol entra por el ventanal de dos hojas, entre las 12:00 y las 18:30 en verano y entre las 14:00 y las 16:30 en invierno, se vuelve y disipa al llegar al espejo que está parado y solitario en un rincón. El sol, pues, pasa dos veces por mi casa, y eso no sucede en muchos lugares. El espejo, así, cuenta dos veces sus historias para que el sol se las lleve al cosmos.

Esta es mi narración, muy lejos está de ser afable. No poseo la pericia de aquellos grandes narradores a los que he conocido, pero mis deseos también son válidos, al menos esta vez. Este es mi propio viaje, lo que me devolvió el espejo. Nunca pretendí llegar muy lejos, apenas, al menos, estar en movimiento. Lo primero que pude saber es que partí en un barco de papel, en un día nublado. La sensación era en todo el cuerpo. Todo el cuerpo era una sensación. Desde ese barco desvencijado pero inhundible comencé a sentir que el mundo se iba desfigurando, esfumando y, por fin, desapareciendo. El mundo de alrededor del barco dejaba de existir y el agua sobre la que íbamos navegando se evaporaba y ascendía. Sin agua, así y todo, se oía el canto de las sirenas. Alguien o algo me mantenía atado. Eran unas ataduras frágiles, dulces, húmedas y extáticas.

El barco, sobre la nada, seguía adelante, donde había más de esa misma nada. Una refracción del sol sobre el lejano espejo me empezó a servir de guía, y el cosmos estaba a mis pies, a mi alcance, en mis ojos y entre mis dedos. La música, que no venía de ninguna parte, me elevaba. El camino de unas manos era eterno y cálido, fugaz y suave y plural… como las alas de un ángel pretérito.

La caricia de una cabellera negra, azabache, la mirada de unos ojos negros y un sol aparecieron en el horizonte. Entonces entendí que iba viajando hacia el ocaso o hacia el amanecer, no supe bien al principio. Tampoco me esforcé demasiado por saberlo. Más tarde logré comprender algo: fue cuando me di cuenta que en el ocaso están escondidos todos tus besos, al tiempo en que tus besos dejaron de ser tales para conmigo.

viernes, 17 de julio de 2009

Las casas, los cuervos y sus techos

Probablemente una casa en Monserrat tenga la puerta abierta; o directamente no tenga la puerta sino sólo el marco y un vacío, lo que haría harto dificultoso entrar. El problema, que no es tal pero la provocación que quiero inducir me hace usar el término, es que en Monserrat todas las casas son iguales. Me explicaré. Todas las casas son iguales. Una puerta acá, una ventana en este otro lado. Un techo arriba, inalcanzable y hasta más arriba, y un piso en lo más profundo.

Indudablemente los cuervos entran a Buenos Aires por Monserrat. Tal vez por San Cristóbal o por San Telmo. Los ornitólogos acusan que en estas latitudes no hay cuervos, pero quién va a creerles. No importa tanto la geografía cuando a uno el miedo lo deja perplejo o la sorpresa, los instantes antes de la sorpresa, ilusionado. A mí Sebastián Souza, durante lo que duró un vino, me contó con aires de imprudencia que no existe un término en español que ponga de manifiesto más dudas que la palabra indudablemente, y creo que sigue teniendo razón.

Estaba en los techos de las casas de Monserrat, donde siempre se posan los cuervos a vernos. Aquí la palabra siempre no implica ninguna connotación temporal sino absolutamente lo contrario, como siempre. El hecho es que los cuervos nos miran y todo lo demás forma parte de existentes frívolos y poco interesantes que no hacen otra cosa que rellenar espacios vacíos en la historia que, de lo contrario, serían ocupados por futilidades aun más triviales. Y nos miran a la manera de Poe, de la única posible manera que un cuervo, casi con seguridad, puede mirar a una mujer, a un techo, a otro cuervo o a un escritor.

Atravesar una puerta de entrada conduce, inmediatamente después, a dos movimientos oculares. Mirar hacia arriba para ver el techo, y en él los techos; y tumbar hacia abajo para perder la vista en las profundidades de las casas. De modo opuesto, cruzar una puerta de salida compromete a mirar las cornisas adornadas de pérgolas y de cuervos que se confunden con pérgolas que tienen formas de cuervos, aunque nunca nadie puede tener certeza si son las unas o los otros aquello que se ve.

Todas las sospechas, una vez depuestas, conllevan a la tremebunda gravedad del hecho consumado. Llegado este punto ya no se puede hacer más nada. Y es por ello que todas las casas no son otra cosa más que casas con cuervos en sus techos.