viernes, 18 de septiembre de 2009

Ya era la segunda vez que se sentaba en la orilla. Pero no sabía cómo ni por qué.

Esta vez el agua no le llegaba a mojar los pies, se le escapaba. Asomaba tímida y se volvía antes de mojarlo. Se acercaba y se iba. Y se iba cada vez más lejos a medida que el sol aparecía de a poco.

También él se iba cada vez más lejos. Para un niño de ocho años era lejos. O, por lo menos, lo realmente lejos que puede estar un niño de ocho años. Lo realmente solo que puede estar un niño de, apenas, ocho años.

Era hijo de madre soltera, madre que no conoció. Había nacido a los siete meses de ser engendrado, a causa de una enfermedad terminal que acompañaba a su madre desde hacía cinco años. “Hay que sacarlo antes de que la madre finalmente muera”, explicó el doctor de la sala de primeros auxilios de Cholila.

Su abuela intentó criarlo. Y digo intentó porque eso fue: apenas un intento. Más bien habría que afirmar que se crió solo. Un niño de ocho años que va dos o tres veces al día al lago a arrojar piedras, es un niño que se cría solo.

Hablaba como si tuviera muchos años. Normal actitud de los niños que crecen entre adultos. Conocía mejor el lenguaje que cualquier pibe de Cholila entre los 4 y los 14 años. Aunque también hay que decir que no modulaba demasiado bien. Las piedras y el río y el lago y el bosque no suelen ser buenos locutores para aprender a pronunciar de manera correcta las palabras de este mundo.

De cualquier modo se hacía comprender. Si le tocaba ir a comprar medio kilo de pan a la panadería de la vuelta de su casa, como sucedía a diario, volvía a la casa siempre con medio kilo de pan del día.

Escribía poco. Y ese poco era borrado por las crecientes todos los días. Se dedicaba casi con exclusividad a escribir trazos en la orilla, trazos que sólo él conocía y que nadie que no fuera él leía. También esbozaba unos dibujos grandes y bien definidos en esa, siempre la misma, orilla.

Todo eso se cuenta.

Amigos: ninguno. Conocía algunos chicos de su edad pero no compartía nada de su tiempo con ellos. Tiempo que lo destinaba a pelearse con los árboles, a burlarse de los sapos, a arrojarles piedras a las truchas en el preciso instante en que saltan del agua. Ensayaba la paciencia al esperar que salten esos peces. Es más, podía adivinar en qué momento y en qué lugar éstas saltarían.

Sus compañeros de escuela iban a festejar su cumpleaños cada 20 de Noviembre. La abuela preparaba pasta frola y compraba dulces. También exprimía naranjas con sus manos callosas, logrando un jugo verdaderamente delicioso. Pero el chico se iba al río también ese día. Llegaba a la casa de su abuela, y suya, y lo esperaban regalos y gentes desconocidas.

La ropa que recibía en su cumpleaños generalmente era descartada, y con los juguetes se iba al río, algunos eran arrastrados por la corriente hasta vaya alguien saber dónde.

Cierta vez se fue diciéndole a la abuela que no iba a volver porque no tenía ganas. Con esa simpleza y sin mayores excusas se fue. Es que no necesitaba excusas para irse. Le dijo también que tal vez alguna vez pasaría a saludarla. Le aseguró que se tomaría un vaso de jugo ese día.

Y se fue al río, y no volvió, dejando sin efecto aquello de que pasaría de visita.

Los vecinos salieron a buscarlo. Entretanto, su abuela preparaba la pasta frola y el jugo de naranjas exprimido a mano.

Y el agua que se escapaba. Y el sol que aparecía de a poco. Y los árboles. Y los sapos. Y las truchas. Y él.

Pasó el tiempo, largo.

A orillas de un río estaba escrito en el suelo (una rama seca había servido de lápiz):

“El río ruge, moja, habla... no dice nada, habla.

El río ríe, llora, canta... no dice nada, canta.

El río camina, muere, calla... lo dice todo, calla...”

Eso también se cuenta.

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