miércoles, 8 de abril de 2009

ANATÓMICA MENTE

Recuerdo precisamente lo mínimo que eran sus pies. Los dos juntos eran pequeñísimos. Precisos. Preciosos. Tal cuales.

(No es buen momento para andar recordando, dice Funes).

La columna era plena y recta. Cada una de sus vértebras estaba perfectamente colocada. Yo les pasaba la yema de mis dedos índice y mayor, personificaba un caminante con ellos para recorrer y aprender lo bien plantadas que estaban esas vértebras una sobre otra a lo largo de toda la espina.

(A mi también me duele una mujer en todas partes, señor Borges).

Las partes ágiles, sus extremidades, llegaban a donde querían. Eran caminos salvajes. Salvadores. Abrazadores. Aterradores y furiosamente instigadores del placer. Recuerdo que hacían cuanto querían. Cuando querían hacían. Y cualquiera, yo u otro, se volvía impaciente. Y paciente. Duraban tanto… nunca supe hasta donde.

(Una vez conocí a alguien que quise conocer pero me equivoqué, me confesó Palahniuk).

Pensaría en su boca y en sus ojos y se los pasaría a contar. Pero es imposible decir algo. Pensarlos es imposible. Incapaz de ser pensado. El pensamiento es apenas un fanerón, y también sus ojos y esa boca que es. Esos ojos que son tales. Y esa boca que debía permitirlo todo. O no. No

(Nada de extraño tiene la luz del sol, acusó una tal Ocampo)

El abdomen era un secreto. Un secreto y un ombligo que escondía aun más secretos. Intentar escucharlos fue siempre en vano. Intentarlo, apenas, fue siempre distante. Intentarlo, al menos, era alcanzar a lo hermoso en su hermosura misma.

(No puede ser que Hernández tenga razón tantas veces seguidas)

No quiero acordarme de la poesía (Lujuria, 2003) que me cuentan sus pechos y su cintura: ¡Pero si todavía la escucho!

(Su voz era de escarlata, pienso yo).

No hay comentarios.: