Recuerdo precisamente lo mínimo que eran sus pies. Los dos juntos eran pequeñísimos. Precisos. Preciosos. Tal cuales.
(No es buen momento para andar recordando, dice Funes).
La columna era plena y recta. Cada una de sus vértebras estaba perfectamente colocada. Yo les pasaba la yema de mis dedos índice y mayor, personificaba un caminante con ellos para recorrer y aprender lo bien plantadas que estaban esas vértebras una sobre otra a lo largo de toda la espina.
(A mi también me duele una mujer en todas partes, señor Borges).
Las partes ágiles, sus extremidades, llegaban a donde querían. Eran caminos salvajes. Salvadores. Abrazadores. Aterradores y furiosamente instigadores del placer. Recuerdo que hacían cuanto querían. Cuando querían hacían. Y cualquiera, yo u otro, se volvía impaciente. Y paciente. Duraban tanto… nunca supe hasta donde.
(Una vez conocí a alguien que quise conocer pero me equivoqué, me confesó Palahniuk).
Pensaría en su boca y en sus ojos y se los pasaría a contar. Pero es imposible decir algo. Pensarlos es imposible. Incapaz de ser pensado. El pensamiento es apenas un fanerón, y también sus ojos y esa boca que es. Esos ojos que son tales. Y esa boca que debía permitirlo todo. O no. No
(Nada de extraño tiene la luz del sol, acusó una tal Ocampo)
El abdomen era un secreto. Un secreto y un ombligo que escondía aun más secretos. Intentar escucharlos fue siempre en vano. Intentarlo, apenas, fue siempre distante. Intentarlo, al menos, era alcanzar a lo hermoso en su hermosura misma.
(No puede ser que Hernández tenga razón tantas veces seguidas)
No quiero acordarme de la poesía (Lujuria, 2003) que me cuentan sus pechos y su cintura: ¡Pero si todavía la escucho!
(Su voz era de escarlata, pienso yo).
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